Crítica del presidente del jurado del LX Premio Ateneo Ciudad de Valladolid
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José Ramón González, pte. del jurado, Miguel Ángel Matellanes, director de Algaida, Pemón Bouzas, Mercedes Cantalapiedra, alcaldesa en funciones, y Ángel María de Pablos, pte. del Ateneo |
Durante
el acto de entrega del LX Premio de Novela Ateneo Ciudad de Valladolid, acto
que tuvo lugar en los jardines románticos de la Casa Zorrilla el miércoles 18
de septiembre de 2013, José Ramón González García, catedrático de la
Universidad de Valladolid y presidente del jurado, justificó la decisión de
galardonar a la novela con título
provisional “El Espíritu del Aire”, publicada
en castellano por Algaida Editores como LA VOZ DEL VIENTO y en gallego
por Xerais como A VOZ DO VENTO, con el premio Ateneo con el siguiente texto:
Exultante el ganador, y en no menor medida, las
instituciones que convocan el premio, llega el momento de exponer, como cada
año, la pequeña historia de esta edición y de desvelar, sin traicionar el
secreto de las deliberaciones, algunos datos sobre la etapa final del proceso,
en la que he jugado el pequeño papel que me corresponde como miembro del Jurado.
Y, al mismo tiempo, ofrecer una primera impresión sobre la novela ganadora.
Como ya se hizo público el 6 de agosto de este año, fueron cuatro textos, de
entre los más de 150 originales presentados, los que pasaron la criba final
para llegar a las manos del jurado. En el curso de la reunión que tuvo lugar el
día 12 de este mes de septiembre se expusieron los méritos y las debilidades de
cada una de las novelas finalistas y tras la correspondiente votación se alzó
con el premio El espíritu del aire,
que aparecía firmada con el seudónimo de “Celso Emilio”, en claro homenaje a Celso
Emilio Ferreiro, autor del admirable poemario Longa noite de pedra (1962) y figura fundamental de la cultura
gallega contemporánea.
La novela ganadora es un riguroso ejercicio
literario, pero a la vez un texto ameno y ágil que apresa y sostiene la
atención del lector. Sobre un fondo rigurosamente histórico y bien documentado,
cernido por la tradición popular gallega hasta convertirse en materia parcialmente
legendaria – y ahí está la figura de María Soliño, o María Soliña en el poema
de Ferreiro, musicado por Luar na lubre-, Pemón Bouzas construye una historia
de ficción con personajes y acontecimientos particularmente atractivos. El
primer acierto, sin duda, lo ofrece la elección del protagonista de la novela,
que es, al mismo tiempo el narrador. Se trata de un familiar del Santo Oficio –esto
es, de la temida y temible Inquisición- quien, en su vejez y refugiado en un
remoto monasterio de la provincia de Orense, rememora un conjunto de sucesos en
los que, allá en su juventud, se vio implicado y de los que fue testigo
directo. Su capacidad de comprensión, su tolerancia y su afán de trabajar en
beneficio de los vecinos de su pueblo, la villa de Cangas del Morrazo,
constituyen, cuando menos, rasgos inesperados en un “familiar” lego del
terrible tribunal, pero esta misma excepcionalidad sirve para subrayar la
importancia de algunos valores, como la solidaridad entre vecinos y el apoyo
mutuo, que trascienden el momento histórico para proyectarse ejemplarmente
hacia el presente, interpelando a una sociedad como la actual que vive también
momentos de crisis e incertidumbre (aunque las causas y los motivos resulten, sin duda, menos
exóticos). El relato de ese conjunto de sucesos constituye el núcleo de la
novela y el lector va descubriendo poco a poco, porque así lo quiere el
narrador, los entresijos de una historia en la que se funden el misterio (con
su correspondiente suspense), la emoción, el drama desgarrado, las pasiones
positivas y negativas (envidia, ambición, odio, codicia… pero también amor y
ternura) y la acción. Aquelarres, incursiones de corsarios berberiscos,
levantamientos populares, procesos inquisitoriales… se entrelazan en un mosaico
que el lector recorre guiado por la mirada evocadora del narrador. Y esta
estructura temporal -el hecho de que se trate de un relato retrospectivo- añade
un componente más a la novela. Porque creo no equivocarme si afirmo que el texto
está recorrido también por un intenso lirismo. El narrador nos traslada
imaginativamente a la geografía de su infancia –la verdadera patria de cada
uno, como quería Rilke- y nos instala en un territorio paradisiaco, donde no
existe el dolor ni el sufrimiento, y donde la mirada inocente del niño reconoce
en el mundo toda su pureza. Todo se muestra aún como recién inaugurado y el
goce no sabe de remordimientos ni de pesares. Es un ser sin reticencias,
abierto al descubrimiento, que se entrega al frágil placer del existir en
compañía. Pero como sucede siempre con los verdaderos paraísos, su tiempo es
limitado e inevitablemente las frágiles paredes que le separan del mundo real se
quiebran de súbito y sin advertencia previa. Es esa frontera tan real y a la
vez profundamente simbólica que instala para siempre dos mundos y dos tiempos,
unidos solamente por el hilo endeble del recuerdo. El destino aciago -¿de qué
otra forma cabría calificarlo?- trae desolación, dolor y muerte a la comarca de
Cangas, y como una redoblada condena, se avivan de inmediato los bajos
instintos y la codicia de los poderosos, que quieren apropiarse de los magros
restos del naufragio económico y social. Son los malos tiempos y la sombra
oscura que se cierne sobre la villa, despertando reticencias y resquemores,
atizando el fuego del odio y envenenando las conciencias. Y ante esa situación
crítica, solamente la prudencia, comprensión, la tolerancia y la inteligencia son
capaces de restañar la herida por la que se desangra el cuerpo social. No hay
puerta de retorno al paraíso, pero al menos se restaura el equilibrio y los
habitantes de la comarca pueden aspirar a una vida que si no es perfecta
-¿podríamos hablar realmente de algo así?- resulta llevadera y razonable. La
vida, al fin y al cabo, de quien sabe que el mal existe, acompañado siempre de
su asombroso cortejo de dolor, pero de quien también cree en el bien y en la
bondad. Muy a menudo nos extasiamos un tanto bobaliconamente ante lo que llamamos
con exceso de solemnidad aprendida el “misterio del mal”,
sin percatarnos de que, tal y como nos
lo advierte Thomas Mermall en un apasionante relato autobiográfico en el que
evoca a los campesinos húngaros que ponían en peligro sus vidas y las de sus
familias acogiendo a los judíos que huían de los nazis, tan grande o mayor es
el “misterio del bien”. Ese impulso verdaderamente inexplicable de quien
arriesga y pone la vida sobre el tapete sin esperar recompensa. Este si es un
verdadero misterio con mayúsculas, sobre el que pocas veces, por no decir casi
nunca, hablamos.
Voy terminando. Yo no sé si esta lectura hace
justicia a la hermosa novela de Pemón Bouzas. Seguramente no, y son muchas las
cosas que necesariamente quedan por decir. Pero el texto tiene el gran mérito
de suscitar algunas preguntas y reflexiones de calado y muy de actualidad
(porque son de ahora y de siempre). Y de hacerlo, al mismo tiempo, agradando y
deleitando al lector. El docere et
delectare sigue más vivo que nunca. Mi enhorabuena al ganador y larga y
fértil vida a su novela.
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