Los mitos


Los mitos son eso: mitos. Representantes de la utopía en la tierra o en el olimpo de los dioses (nunca olvidemos que el olimpo no es uno, hay tantos como  panteones divinos y pueblos ocupando el planeta Tierra). Están ahí, omnipresentes, como Rosa de los Vientos que marca el Norte en los impulsos vitales de las personas. No es de ahora. Ya los asirios tenían sus mitos, recordemos  a la deseada Astarté quien, llegada a nosotros como mujer desnuda montada sobre un león, representaba a la naturaleza. De los griegos traigo a la memoria a Orestes, único hijo del rey Agamenón de Micenas y de su esposa Clitemnestra, por ser tan próximo al siempre recordado Cunqueiro, un escritor que cultivó el mito, los mitos y que de alguna forma buscó mitificar su propio personaje. Todos son héroes, todos son singulares, todos son arquetipos a seguir. Brillan por su hechos cantados en laudas, escritos en tablillas, pergaminos o en negro sobre blanco. De algunos, de los mitos de nuestro tiempo, incluso tenemos fotografías convertidas en pósteres y luego en iconos imperecederos.
Cuantos corazones destrozados, cuanta pasión desbocada, cuanto sexo a raudales por las esquinas, detrás de los árboles o en lujosas casas de latrocinio cubiertas de sedas y aromatizadas por asfixiantes perfumes oleosos para ocultar cálidos humores, habrá dejado atrás la bella Astarté. Cuantos ríos de sangre de unos y otros, inocentes o no, habrá dejado tras de sí el patrón de los daños colaterales, el gran Orestes  antes de saber que había un hombre que se parecía a él

Adelantándose en el tiempo con su prodigiosa pluma, o tal vez provocando a los dioses para que así sucediera, Oscar Wilde escribió una obra con título premonitorio: La importancia de llamarse Ernesto. No estaba pensando en futuros mitos del siglo XX, un siglo marcado por los más grandes avances de la historia (que pronto puede quedar atrás tal como va este incipiente siglo XXI), seguro que no. Ni siquiera se podía imaginar un mito como el del Che, Ernesto Guevara, que lo significó todo para las generaciones progresistas del mundo durante las décadas de los 70 y 80 del siglo pasado, cuando todavía un frío telón dividía el mundo en dos partes (el mundo importante, el civilizado, el que no pasaba hambre) y nos llenaba de incertidumbres y de amenazas apocalípticas. 
Pero ahí estaba el mito, colgado en las paredes de cada piso de estudiante, obrero o intelectual. El paso del tiempo llevó el póster a las paredes de las casas de buena familia para lucir, perfectamente enmarcado, un icono tan atractivo que no podía quedarse en símbolo de progresía. En unas y otras paredes colgará mucho tiempo, incluso más allá de los idus que lleven la democracia a Cuba y que dejen un viento de libertad en las calles, que servirá para que aquél futuro prometedor que ansiaban los que pelearon en Sierra Madre se haga efectivo. Ese viento, tratándose de una isla, llevará humedad y todos sabemos que con la humedad las prendas encojen y se hacen más pequeñas, con riesgo de dejar al mito con los pies de barro al aire.  Los mitos son eso, mitos, faros con una atractiva luz que guía a quien necesita ser guiado. Pero no olvidemos que tras cada flash luminoso el faro queda en sombra. Asombrémonos con el mito.

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