Los paraísos del capitán-tan (2): París

En cierta ocasión escuché a alguien la frase “París no vale ni una misa”. Una de las veces que he visitado París llovía, de hecho llovió durante toda mi estancia de una semana en la capital francesa, lo que me hizo recordar otra frase, la pronunciada muchas veces por el malogrado periodista deportivo  de RNE Juan Manuel Gozalo, admirado por los oyentes y por los jóvenes que tuvieron la fortuna de trabajar con él, Gozalo decía que “en París siempre llueve”. Es verdad que tiene un elevado índice de pluviosidad anual, mi propia experiencia con París me recuerda siempre lluvias y algún rayo de sol aislado. Como diría Gozalo, solo hace sol el día en que el Tour  remata en París.

En Trocadero con la Tour Eiffel al fondo

Durante aquella semana   a la que hago referencia arriba me hospedé en un hotel  desde el que podía ver el Folies Bergere, uno de los escenarios en los que había reinado la gallega Agustina, más conocida como la Bella Otero. Quise dejarme empapar por la ciudad del amor, de la luz, de la revolución, del mayo del 68, de los ilustrados, de los escritores y pintores, franceses y forasteros, quise comprender porque la ciudad era un icono para intelectuales y artistas, especialmente americanos durante la primera mitad del siglo XX.  Los cafés, las personas, el ambiente cosmopolita, los referentes fotográficos de postales, reportajes de televisión y del cine, sobre todo del de la “nouvelle vague” como Truffaut, Godard, Rohmer…, estaban presentes en cada paso, en cada rincón de la ciudad.

Me llamó especialmente la atención la Place des Vosges, un lugar de hermosos edificios con soportales por los que pasear, recuerda que siempre llueve, y disfrutar de la vista de jardines y casas, así como de los cafés como el Café Hugo, muy del gusto del XVIII, con mesas en las que constan los nombres de ilustres clientes como Víctor Hugo, el cardenal Richelieu, etc., y la Place Vendôme, un lugar de belleza y lujo  de primer orden. Luego, los paseos por Champs Élysées, el Arco de Triunfo y la plaza de la Concordia, el Campo de Marte y la Tour Eiffel y la vista que de ella se puede apreciar cruzando el Sena y los jardines desde el Trocadero. Tuve tiempo de tomar café en Monparnasse y unas crêpes en Monmartre y cuando me cansé de tanta mantequilla en las comidas me pasé a los italianos, griegos e indonesios.

Al fondo el Centro Pompidou

En cierta ocasión un conocido me presentó a la que era su  nueva novia como una experta en turismo y la conversación derivó hacia Egipto y las pirámides. “No te las recomiendo –dijo la experta- no son más que lo que ves en las fotos, por dentro están vacías no tienen mayor interés -concluyó”. Su calidad de experta le venía por trabajar vendiendo billetes de avión en una agencia de una gran superficie comercial. Pues algo parecido dijo otro experto “reportero” al ver el Centro Pompidou “está sin terminar, con todas las tuberías por fuera, a la vista”. El Centro Pompidou, a pocas manzanas de  l’Ile de la Cité en la que se encuentra la catedral de Notre Dame, es de imprescindible visita por dentro y por fuera, como el Guggenheim de Bilbao y otros ejemplos entre los que no está la Cidade da Cultura de Compostela. Pero claro, también tenía que saludar, de parte de mi hija, a las gárgolas de Notre Dame, arriba, en el mirador situado entre las torres de la basílica, desde donde la vista de los tejados de París es excepcional.

Junto a las gárgolas de Notre Dame

Como anécdota decir que un taxista incluyó en sus comentarios “en este túnel se mato lady Di y esa es la columna contra la que chocó su coche”, sin aminorar la velocidad  con la que conducía.

El recuerdo que esa ciudad maravillosa me dejó en aquél viaje se ha convertido en imborrable y ha servido para incrementar mis querencias por ella. ¡París bien vale una misa!