La fama cuesta
Cuando Andy Warhol aseveraba que todo el mundo tenía derecho a
15 minutos de fama hablaba como un ser generoso (no siempre lo era pues
dependiendo del día negaba una foto a un o una fan), conocedor del éxito en la
prensa, las radios y en las televisiones con el beneplácito generalizado de la crítica.
Probablemente hoy habría matizado su
expresión habida cuenta de la globalización de los mass media, de la
aparición de Internet y de la eclosión de foros y redes sociales en las que
todo se mezcla, lo divino con lo humano, lo culto con lo inculto, la educación
con la ignorancia y el respeto con la
mala educación.
Las televisiones se han quedado
en un reducto de canales que ofrecen
sobre todo la llamada “telebasura” es decir, programas carentes de cualquier
contenido relacionado con lo dicho anteriormente en la balanza de lo positivo, lo
divino y lo humano, lo culto, la educación, el respeto, etc.
“La fama cuesta” decía la profesora
de la serie homónima de las televisiones de los años 70 en todo el mundo
occidental. Afortunadamente no todo es lo que sale en la tele, ya se puede
existir sin salir en ella, hay vida más allá y vida con muchas, muchísimas,
posibilidades de éxito, una buena parte de ellas incluyen la fama.
Sin embargo, en tiempos de crisis
para el sector televisivo, el respeto se perdió hasta entre compañeros, que no
necesariamente amigos, de cadena. Tradicionalmente había buen rollito entre
compis que compartían parrilla en la misma radio o tele, sobre todo si se salía
en pantalla. Hoy eso ha desaparecido o cuando menos ha quedado en evidencia con
demostraciones celosas que anteponen
cuestiones personales al interés de la cadena que defienden o que confía en
ellos. Es el caso de las presentadoras de TVE, Igartiburu y Montero, que no han
hecho más que alimentar el morbo, la caspa y la falta de respeto en la pequeña pantalla, con el ataque de la segunda a la primera.
Hay presentadores que condicionan toda su vida y
ocupan todas sus energías en sentarse
delante de las cámaras y salir en televisión. Les da igual hacer un programa magacín
que uno dedicado a la vida de los perros, que un concurso o que uno dedicado al
teatro. Usan la misma plantilla en todos, las presentaciones son extrapolables
y, lo peor, los cuestionarios que usan para las entrevistas también, les da
igual tener en frente a Punset que a
Luís Tosar, a una tonadillera que a José Luís Sampedro, a la reina de la
telebasura que al ministro de cultura, perdón, de economía, que de cultura no
hay. Es verdad. No hay cultura. Son las mismas personas que cuando sus
programas no funcionan tan bien como desean
recorren los despachos señalando
a los compañeros del equipo como culpables.
La televisión ya no es cultura,
ni respeto, ni educación. Claro que quedan reductos y buenos profesionales,
pero hay más en el dique seco, oscurecidos por las ambiciones de los que buscan la fama a toda costa o por
estar en el paro. En la tele como en la vida no es oro todo lo que reluce y
cada vez reluce menos. Ambiciones no es únicamente la finca de un torero, es lo
que define a unos cuantos sin escrúpulos, generalmente mediocres.
La fama cuesta. Cuesta alcanzarla,
cuesta trabajo, esfuerzo, a veces los sacrificios afectan a la familia y a los
amigos. Cuando se alcanza se camina sobre gas, sin tocar el suelo, perdiendo la
perspectiva. Los que han alcanzado la fama de la misma manera que el prestigio,
cuando la pierdan, cuando se den cuenta de que la fama fue algo efímero, sobrevivirán porque el prestigio no tiene pies de barro.
Tantos desvelos para nada. La
fama no merece el esfuerzo de estirar la cabeza por la calle y decir vaguedades
en público para que la gente se fije en ti y te regalen los oídos con frases
como “mira, ese sale en la tele” o “es fulanito de tal, el de la tele”. Lo más
probable es que digan “mira al estirado ese” o “qué creído se lo tiene”.
Si esas cosas ocurren además en
las televisiones públicas deseemos ¡¡larga
vida a los libros y a los libreros!!
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